A lo largo de la vida de un ser humano hay diversos momentos donde se producen cambios que modifican significativamente su aspecto, su forma de pensar, su forma de relacionarse, etc. Quizá el periodo en el que estos cambios son más profundos y radicales sea la pubertad y, por ende, la adolescencia. Muchas familias temen la aparición de esta etapa inevitable del desarrollo de los hijos, porque supone precisamente la experimentación de muchísimos cambios en el sistema familiar, en la comunicación, en las interacciones, en la convivencia, en las relaciones… La adolescencia es vivida por muchas familias como una gran crisis llena de conflictos, pero es también una gran oportunidad de transformación para todos los que componen el sistema familiar.
¿Qué entendemos por adolescencia? La consideramos como un periodo del desarrollo de los seres humanos en el que se producen profundas transformaciones y cambios biológicos, psicológicos y sociales, y en el que tiene lugar el paso de la infancia a la edad adulta. En una definición más amplia, aportada por Giorgio Nardone, la “adolescencia designa comúnmente el periodo de la vida de una persona en el que todavía no posee ni un cuerpo ni una mente bien definidos y no es autónomo en la organización de su existencia”.
Desde un punto de vista antropológico, la adolescencia es un término cultural, una conquista reciente por parte de las sociedades del primer mundo. En algunos países, con culturas diferentes, la adolescencia no existe; sí la pubertad, que es el proceso de cambios biológicos. En estas sociedades se ritualiza el paso de niño a adulto directamente, asumiendo a partir de entonces roles y conductas propias de los adultos de esas culturas. En nuestra sociedad, la adolescencia podría concebirse como un enorme rito de paso entre la niñez y la vida adulta, en la que se han de aprender muchos conocimientos y facilitar el desarrollo de la organización de ese individuo para integrarse en la sociedad.
Como señalábamos antes, la pubertad es el proceso de cambios físicos en el cual el cuerpo de un niño se convierte en adulto, hasta ser capaz de la reproducción sexual. Durante la pubertad se perciben diferencias más grandes y evidentes en cuanto a tamaño, forma, composición y desarrollo funcional en muchas estructuras y sistemas del cuerpo. Las más obvias son las características sexuales secundarias. En sentido estricto, el término «pubertad» se refiere a los cambios corporales en la maduración sexual más que a los cambios psicosociales y culturales que esto conlleva. Este periodo es universal, todos pasamos por esta etapa; suele comenzar entre los 9-10 años y terminar entre los 11-12 años.
Por otro lado, la adolescencia es el período de transición psicológica y social entre la niñez y la vida adulta. La adolescencia abarca gran parte del período de la pubertad, pero sus límites están menos definidos, y se refiere más a las características psicosociales y culturales mencionadas anteriormente. Sin embargo, esta fase del desarrollo ha sufrido una progresiva ampliación en las últimas décadas, con el consiguiente alargamiento de permanencia de los jóvenes en el seno del contexto familiar, dilatando y disminuyendo enormemente el proceso de conversión en adultos. Hoy se hace referencia a una larga adolescencia, la llamada “tardoadolescencia”, hasta los 35 años, y es una realidad cotidiana encontrar jóvenes adultos con problemáticas propias de un adolescente.
La adolescencia es una conquista, del mismo modo que la infancia fue una conquista en otro momento reciente de la historia; nuestra sociedad conquistó la infancia y después la adolescencia, aunque después se ha organizado de un modo un tanto disfuncional, puesto que ha “diseñado” una adolescencia que retrasa e impide la participación social, el aprendizaje de la responsabilidad y la auto-dependencia.
Uno de los procesos de cambio más importantes que se producen en la pubertad tiene lugar en el cerebro: al inicio de la pubertad se produce una transformación radical del sistema de recompensa cerebral, puesto que se pierden aproximadamente el 30% de los receptores de Dopamina.
Esto tiene como consecuencia la reducción y/o anulación de las pequeñas alegrías del pasado (como las excursiones con los padres); dicho de otro modo, las mismas actividades y diversiones que hace poco tiempo les resultaban apasionantes, ahora les resultan aburridas y desean explorar otras opciones. Algunas consecuencias de este proceso, que tendrán continuidad no solo en la pubertad sino durante gran parte de la adolescencia son:
A través de todos estos cambios conocen las experiencias que les convertirán en adultos, abandonando paulatinamente la seguridad del hogar (porque se aburren) y mostrando mayor interés por nuevas experiencias, lo que supone una atracción por el riesgo.
Estos cambios acercan a los jóvenes a desarrollar conductas de riesgo como el consumo de drogas, por ejemplo. Las nuevas situaciones a las que se enfrentan, así como sus experiencias de éxito y fracaso en las mismas pueden llevarles a tomar drogas que les ayuden a regular su estado de ánimo. Pero esta misma característica, la búsqueda de sensaciones, de desafíos a las propias capacidades, supone una oportunidad de aprendizaje y crecimiento de enorme potencial, que desde la familia se puede orientar de manera positiva, hacia el Autoconocimiento de las Competencias y Fortalezas Personales, y la construcción de una Autoestima Positiva.
En este sentido, quizás la “rebeldía” forma parte del proceso de convertirse en adulto, al desafiar las pautas de conducta habituales, las normas familiares, como un modo de mostrar el deseo de independencia, de que no sea tratado como un niño. El reto para los padres es transformar el sistema familiar ante la crisis que supone la llegada de la adolescencia: transformar la comunicación, transformar las interacciones, transformar el conjunto de normas para facilitar el proceso, sabiendo quién tiene la responsabilidad de ese cambio, los fundadores de la familia, pero incluyendo a todos los miembros de la familia en dicho proceso. La oportunidad de transformación del sistema familiar ha de incluir a los hijos, niños y adolescentes, de forma activa y participativa.
Esto no quiere decir que las conductas “rebeldes” tengan que pasarse por alto, o que como son parte del proceso “natural” tengamos que guardar silencio. Cada conflicto puede ser una oportunidad para facilitar ese cambio, para asentar un conjunto de normas y límites adaptados a la nueva realidad, para transformar el modo en que nos comunicamos y gestionamos el cambio de todo el sistema familiar. Porque no solamente cambia el niño que se convierte en adolescente, también cambia la madre y el padre que pasan de criar a un niño a interactuar con un adolescente que les desafía (en sentido amplio, no únicamente de forma negativa, sino que supone un desafío responder a sus preguntas, a sus cuestionamientos, porque ya no se conforma con un “porque yo lo digo que soy tu madre”, sino que desean respuestas argumentadas).
El conflicto es inevitable en la familia, ya que ésta está sometida a muchos cambios, que aparecen con frecuencia; pero lejos de alimentar los miedos, podemos considerar el conflicto en la familia como una ayuda al crecimiento de todos, como una oportunidad para aprender. Muchas familias optan por evitar los enfrentamientos, los desacuerdos, con los adolescentes, especialmente si las respuestas que éstos ofrecen en ocasiones son agresivas; pero, ¿es posible evitarlos? En ocasiones las respuestas agresivas, desafiantes, tienen una lectura distinta, puesto que tal vez sean una forma de pedir implicación en sus vidas. Evitar los conflictos con los hijos adolescentes genera más problemas de los que soluciona, porque muchas veces el “enfrentamiento”, el “conflicto”, resulta enriquecedor, refuerza los roles de cada miembro de la familia, ayuda a plantear las normas desde una nueva perspectiva. Si evitamos el enfrentamiento nada de esto sucede, “gana” quien más grita, quien más fuerza tiene, se aprende a manejar las relaciones a través del miedo, se legitima la inversión de roles…
Una clave es precisamente hablar, mantener unos canales de comunicación abiertos, estar disponibles para charlar, para escuchar de forma activa, y no solo para oír. Muchas veces olvidamos que el adolescente que tengo delante no es el mismo que está en mi cabeza, que hay una diferencia entre el adolescente real y cómo yo me lo imagino. Y la única manera de descubrir quién es el adolescente que hay ante mi es ESCUCHARLE.
Recomendar a los padres hablar con sus hijos va más allá del cliché de la charla, en la que ellos dicen “lo que tiene que ser”, “lo que tienes que hacer”, y en el que los hijos callan y no prestan atención. La comunicación entre padres e hijos ha de fundamentarse más en la escucha activa, en el feedback, en hablar desde las propias emociones, desde lo que sentimos como padres, en aprovechar cualquier ocasión para iniciar una conversación.
Los padres actualmente tienen demasiado miedo a ser padres, a hablar como padres, a involucrarse como padres; tienen miedo de traumatizar a sus hijos con normas y límites, a que respondan agresivamente, a que se equivoquen, a que sufran… Y para ser padres hay que ser conscientes de los miedos, sí, pero no dejarse llevar por ellos, no dejar que el miedo decida por nosotros. Ejercer la paternidad implica aceptar el desafío de implicarnos en la vida de los hijos, de aceptar la responsabilidad de tomar decisiones a veces complicadas, de ejercer la autoridad del guía con experiencia, pero también del que escucha y está dispuesto a aprender.
¿Cómo podríamos activar y mantener abiertos esos canales de comunicación con nuestros hijos durante la adolescencia?
La adolescencia es un periodo de profundos cambios en el individuo en el sistema familiar, supone una oportunidad de crecimiento, de aprendizaje, de transformación. Recorrer el camino de esos cambios juntos, es la oportunidad que se abre en el seno de la familia cuando los hijos llegan a la pubertad y adolescencia.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo.