Posponiendo la pasión… para centrarme en la presión
Hace más o menos un mes, recibí una invitación que me hizo muchísima ilusión: impartir una charla sobre Psicología Positiva en un Instituto de Educación Secundaria, con alumnos de 2º de Bachillerato. El profesor de la asignatura optativa “Psicología” estaba contactando con profesionales de la psicología con diferentes perfiles para hablarles a los alumnos de la profesión, del tipo de trabajo que realizan, etc.
En cuanto recibí la propuesta recordé a Mariano, mi profesor de Psicología en el instituto en el que estudié, la persona que cambió mi trayectoria para siempre: su pasión por la psicología fue tan contagiosa que gracias a él decidí lo que quería estudiar en la universidad. Y a qué quería dedicarme en la vida. En ese primer momento pensé: “tal vez pueda ayudar a estos alumnos a sentirse inspirados“.
Finalmente, tras conocernos en persona, el profesor de este instituto amplió su propuesta de una charla a un mini-taller de 3 sesiones sobre qué es la Psicología Positiva, desvincularla de la asociación con la “auto-ayuda” y hablar del trabajo científico que se desarrolla (incluído mi propio trabajo en consulta). Esta posibilidad me resultó aún más atrayente. Trabajar con adolescentes resulta siempre un desafío inspirador, ya que son todo potencial a descubrir, suelen ser críticos y habitualmente están deseando “cambiar” el mundo.
En nuestro primer encuentro, solo 7 de los 15 alumnos de la clase acudieron; el resto estaban preparando un examen importantísimo que tenían que afrontar esa semana. En tan solo 5 minutos de la primera sesión me quedó claro el nivel de presión que estaban soportando este grupo de alumn@s; por extensión, supuse que la mayoría de alumn@s de 2º de Bachillerato estaban sometidos a una presión parecida y que se puede resumir en una sola palabra: selectividad. Desde el primer día del curso de 2º de Bachillerato, de forma directa e indirecta, la futura selectividad está presente: las prisas por avanzar en el temario, el hecho de terminar un mes antes el curso para preparar esa prueba, la condensación de fechas y exámenes…
¿Se pueden posponer todas las pasiones 9 meses sin que haya consecuencias sobre nuestro bienestar?
Les pregunté cuáles eran sus pasiones, lo que más les gustaba hacer, y lo cierto es que fue muy bonito escuchar la sencillez de sus preferencias: leer, escuchar música, escribir, bailar… Sin embargo, me resultó preocupante saber que hacía meses que no practicaban estas actividades y preferencias con asiduidad; alguna alumna incluso había dejado de practicarlas absolutamente. Cuando quise saber porqué, la respuesta fue: “no hay tiempo, ahora mismo la prioridad es estudiar“. Aunque no formulé en voz alta esta pregunta ese día, sí que se asomó en mi cabeza: “¿se puede posponer lo que te apasiona 9 meses?, ¿qué consecuencias puede tener esa decisión de desconectar de las emociones positivas, del sentido vital, de lo que hace que sus vidas merezcan la pena?“.
En consulta, suele ser habitual encontrarse con personas que, centradas en resolver un problema, hace meses que han eliminado de su día a día todo aquello que les divierte, apasiona o genera emociones positivas. Cuando se eliminan los reforzadores de la vida cotidiana, es habitual empezar a experimentar cierto nivel de indefensión aprendida, pérdida de sentido vital, ausencia de emociones positivas, aislamiento social… De hecho, cuando algunas personas vienen a consulta diciendo que “están deprimidas” es habitual encontrar que han abandonado sus reforzadores positivos y han comenzado a dejar de lado sus relaciones interpersonales (cuando no están completamente aisladas). ¿No resulta preocupante que implementemos un sistema cuya presión empuja al alumnado a recrear las condiciones de la indefensión aprendida o de procesos depresivos?
El profesor que me invitó me relataba cómo alumn@s brillantes “se habían rendido” y daban el año por perdido, prácticamente desde noviembre. Siempre he tenido claro que es importante enseñar a los alumnos habilidades para la gestión del estrés y de cualquier emoción generadora de malestar, pero esta experiencia ha reforzado mi idea de un cambio estructural más profundo. Como les dije a los alumnos: ¿imagináis una escuela que potencia vuestros puntos fuertes y os deja desarrollar vuestras pasiones? Aunque sus respuestas iniciales no eran demasiado optimistas ante esta posibilidad, lo cierto es que conforme fuimos avanzando en cada sesión, el alumnado se involucró en las propuestas que fuimos explorando: reservar tiempo semanalmente para lo que les gusta, entrando en contacto con la Experiencia Óptima (o Flow), anotar las cosas positivas que les suceden en su día a día, así como explorar sus Fortalezas Personales. Al final de la tercera sesión, incluso los más escépticos manifestaban su deseo de que hubiera más sesiones.
“El mundo no es como es; el mundo es como lo hacemos entre todos. ¿Cómo quieres contribuir tú?”
Reconozco que esta intervención es una gota de agua en la inmensidad del mar. Sin embargo, creo que tiene su valor en tanto en cuanto se identifica la necesidad de equilibrar las percepciones y los tiempos; estamos preparando a nuestros adolescentes para el futuro, les estamos encaminando hacia un futuro en el que perciben que tienen que renunciar a sus pasiones, que las experiencias positivas se pueden posponer porque lo primero es “cumplir con el deber”. ¿No se puede hacer ambas cosas? ¿No es compatible disfrutar de lo que se hace con hacerlo bien?
Si no cuidamos la autoeficacia de nuestros adolescentes, al tiempo que les dotamos de habilidades para gestionar la presión y la frustración, ¿cómo esperamos que crean que pueden? ¿Cómo esperamos que se ilusionen con su futuro? Parte de nuestra responsabilidad como adultos es ayudarles a construir un sistema de creencias flexibles, que les permita identificar aquellas creencias disfuncionales que forman parte de lo que Sonja Lyubomirsky llama “Los mitos de la felicidad“: creencias que nos dicen que, por ejemplo, “ya seré feliz cuando acabe selectividad“. En mi opinión, tal vez ayudaría que el sistema (que somos todos) no empuje a favor de estas creencias.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo.
Learn More
Con la mejor de las intenciones…
Siempre me ha interesado el tema de la comunicación. Me parece que es una herramienta esencial para que cualquier objetivo pueda cumplirse, independientemente de lo que nos propongamos, porque casi todo lo que tiene que ver con los seres humanos implica una interconexión con los demás. Obviamente, si tu trabajo consiste en comprender y ayudar a las personas, manejar con eficacia y maestría la comunicación es un objetivo imprescindible.
Corría el final del año 2007 cuando, profundizando en mi conocimiento del arte de comunicar, cayó en mis manos el libro “El Diálogo Estratégico” de Giorgio Nardone. Me pareció tan interesante que decidí formarme en el “Master en Comunicación y Problem Solving Estratégico“, formación acreditada y dirigida por el mismo Profesor Nardone. Ahí empezó mi “idilio” con esta metodología que, hoy por hoy, forma parte de mis habilidades como psicoterapeuta, consultor y formador.
Cuando utilizas la metodología del Problem Solving y, por extensión, la metodología estratégica, abandonas poco a poco la idea de encajar la teoría en una realidad concreta, pasando a una visión constructivista en la que solamente se puede descubrir el problema a través de las soluciones.
Durante uno de mis talleres en un centro escolar, en relación a los estilos educativos, muchos padres y madres expresaban sus opiniones respecto a cada uno de los estilos. Todos mostraban su desacuerdo ante el autoritarismo, ante la permisividad, se sentían bastante cómodos e identificados con el modelo democrático; sin embargo, el “cortocircuito” apareció cuando hablamos del modelo hiperprotector. En este caso, no eran capaces de ponerse de acuerdo y muchos manifestaron las ventajas de proteger a los hijos, auque era aparentemente imposible que acordasen hasta dónde. Para algunos, ir a recoger a sus hijas e hijos a las 2 o 3 de la mañana a la puerta de la discotecta era una forma sana de protegerles, “porque el mundo es muy peligroso, pero a esas horas mucho más“. Parece que el miedo era una emoción compartida por ese grupo de padres y madres que tenían estas respuestas en común cons sus hijos e hijas en edad de salir hasta la madrugada.
Les pregunté si se comportaban de forma protectora en otros contextos con esos hijos o, si tenían hijos más pequeños, si eran también protectores de una u otra forma. Todos y cada uno de los padres y madres presentes reconocieron diversas formas de “protección”: plancharles la ropa para que les quede bien, porque ellos no saben; llevarles y traerles de los entrenamientos, porque no saben ir solos… Formas algunas evidentes y otras sutiles a partir de las cuales los hijos obtenían una ganancia que, al mismo tiempo, supone una pérdida. Todas formas de hiperprotección.
Cuestionados sobre el comportamiento de los hijos, reconocían que estos eran más pasivos, más exigentes cada vez en más cosas…
Planteé entonces una de las tećnicas clásicas propias del Problem Solving Estratégico, que intenta desvelar cómo los problemas se mantienen: la técnica de Cómo Empeorar. Pregunté al grupo que, si quisieran empeorar la situación, en lugar de mejorarla, ¿qué tendrían que hacer o dejar de hacer?
“El que quiere enderezar algo, primero ha de aprender a retorcerlo aún más“.
En mi experiencia, cuando he realizado esta propuesta en grupo o en situaciones individuales, el lenguaje no verbal de las personas indica clarametne que están sorprendidos, pero hasta tal punto que no se pone en marcha un cuestionamiento de la propuesta.
En el caso que estoy comentando, poco a poco empezaron a mencionar divesas cosas que podrían hacer para empeorar la situación, desvelando así una forma de autoengaño compartido: cuantas más cosas hacían por, o en lugar de sus hijos, más exigentes y tiranos se estaban volviendo. Terminamos esta sesión del taller pidiéndoles que, de forma individual, en relación a su propia familia, siguieran indagando con ese mismo ejercicio de cómo empeorar.
Antes de concluir, añadí una última frase con la que cerramos ese encuentro, citando a Oscar Wilde: “A veces, con la mejor de las intenciones, conseguimos los peores resultados“. En una intervención estratégica buscamos evocar sensaciones utilizando aforismos y citas que, en determinados contextos, complementan emocionalmente lo que se ha trabajado de una forma más lógico-racional.
Tres semanas después, nos reencontramos y analizamos elr esultado del trabajo que habíamos acordado. Casi todas las familias habían mantenido su compromiso y se había producido en ellas un resultado interesante; a la luz de las cosas que habían ido anotando (y tambíen de las anotadas hacía 3 semanas), habían “descubierto” que habitualmente, sin habérselo planteado atnes, hacían cosas que consideraban en el listado que empeoraban la situación… Y habían decidido abandonar muchas de esas actitudes y comportamientos, observando en tan poco tiempo una serie de resutlados que consideraban muy positivos: sus hijos, que al principio se habían incluso enfadado por el abandono de ciertos comportamientos, de pronto habían adoptado soluciones por sí mismos, bastante responsables y adaptativas.
En el seguimiento a 3 meses de este taller, muchas familias siguieron en contacto conmigo informándome de mejoras aún más significativas a través del abandono de estos comportamientos hiperprotectores. En el taller se trabajaron muchas maś cosas, que también contribuyeron a la mejora de las situaciones que se plantearon en el mismo, pero este pequeño relato supone un ejemplo de cómo se pueden conseguir resultados eficaces con intervenciones aparentemente pequeñas.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo.
Learn MoreVuelta al cole
Se acerca la vuelta al “cole” y con ella vuelta al ritmo diario de los meses fríos del año. Es momento de instaurar los hábitos adatados al curso escolar. Poner en orden el día a día de los más pequeños requerirá menos esfuerzo si se trata de retomar rutinas ya adquiridas años anteriores. En todo caso, el comienzo de las clases es un buen momento para incorporar reglas y organizar el modo de vida en el hogar.
Es normal que los niños se muestren más nerviosos y alterados después de las vacaciones. Sus ritmos biológicos están modificados y tenemos que ayudarles a ir adaptándolos para el curso escolar en el que necesitarán cumplir unos horarios más establecidos. Sin embargo, es importante recordar que las rutinas diarias les darán tranquilidad y bienestar, por lo que el cambio no debe enfocarse como una obligación difícil de cumplir, sino que debemos hacer partícipe al niño del proceso, explicándole y adelantándole lo que va a suceder.
Para la vuelta al cole, los niños necesitarán un período de adaptación. Si no son rutinas nuevas, sino que ya estaban establecidas, será más fácil, aunque dependiendo del niño, necesitará más o menos días e incluso un par de semanas para alcanzar el objetivo, por lo que conviene empezar a planificarlo con tiempo.
El sueño y la alimentación son las dos áreas más afectadas, incluso a nivel fisiológico tras las vacaciones, por lo que serán nuestra prioridad a la hora de restablecer la normalidad.
Es importante tener en cuenta que no sólo hay que modificar el horario sino que también será necesario implantar el ritual tanto de irse a la cama como de comer. Esto se puede convertir en algo divertido si se lo planteamos al niño como un juego en el que podrá conseguir puntos canjeables a medida que vaya cumpliendo objetivos (técnica psicoterapéutica de Economía de Fichas). Si no, simplemente le iremos adelantando al niño los cambios que van a darse, explicándole el por qué e involucrándole como protagonista del proceso.
Empezaremos por modificar los horarios de acostarse antes. Para ello podemos organizar una tarde de intensa actividad física, de forma que al lelgar la noche el niño esté cansado y pueda conciliar el sueño antes de lo que está acostumbrado. Esto hará que en unos días lleguemos a adelantar la hora de levantarse hasta el horario necesario para ir al colegio. La hora del desayuno, comida, merienda y cena, se irán adaptando fácilmente a medida que el sueño se vaya regulando.
Recordar que no solamente es importante modificar los horarios, sino también el procedimiento. Quizás en verano nos hemos “relajado” más en cuanto al tiempo empleado, el lugar de las comidas, e incluso si el niño debía colaborar en alguna de las tareas. Es importante restablecer todo esto, para que además de faiclitar el día a día, el pequeño pueda ir adquiriendo mayor autonomía y autoestima. Aunque en un principio pueda resultar costoso organizar éstas y otras tareas cotidianas, el esfuerzo tendrá su recompensa.
Las rutinas son algo que los niños necesitan para sentirse seguros, tranquilos y felices, lo cual les facilitará su proceso de desarrollo evolutivo físico, intelectual y emocional.
Pueden surgir inquietudes o miedos de cara a comenzar un nuevo curso. Debemos prestar atención y acompañar al niño en la gestión de sus emociones, ayudándole a buscar caminos para resolver la situación sin caer en la sobreprotección. De cómo se solventen estos momentos, dependerán los estilos de afrontamiento que el niño va a utilizar de forma habitual a lo largo de su vida, por lo que conviene ayudarle a adquirir modos de pensar optimistas y positivos respecto a las situaciones difíciles que vaya encontrando, transmitiéndole seguridad y confianza en sus capacidades, y brindándole nuestro apoyo.
Para resumir, estas pueden ser algunas claves a tener en cuenta en el proceso:
- Hacer partícipe al niño del proceso, explicándole y adelantándole lo que va a suceder.
- Planificar y fijar los objetivos con claridad.
- Ser flexibles respetando el período de adaptación de cada niño.
- Comenzar modificando la hora de acostarse, seguido de la hora de levantarse y por último el de las comidas.
- Restablecer los rituales diarios de forma organizada y coherente.
- Prestar atención a las posibles dificultades de adaptación y acompañar al pequeño en su superación.
Eva Cedenilla Lozano
Psicóloga Experta en Psicología Clínica y de la Salud
Learn MoreNegociar con Nuestros Hijos
En toda relación humana es habitual que tengamos puntos de vista distintos y que esa situación nos pueda llevar a entrar en conflicto. La habilidad para comunicarnos y llegar a lugares comunes nos facilita transitar por estas situaciones de forma eficaz. Hay personas que destacan por su pericia para negociar eficazmente y llegar a acuerdos sin que el conflicto suponga un drama, convirtiéndolo en un lugar de paso por el que una relación, ya sea profesional, familiar o de pareja, ha de pasar en ocasiones. Sin embargo, algunas de esas personas, no consiguen comunicarse con éxito con sus hijos adolescentes.
La comunicación familiar es una asignatura pendiente para muchos padres, especialmente cuando sus hijos llegan a la adolescencia, y se producen una serie de cambios en las relaciones familiares para los que hay que actualizar no solamente los roles, las normas y los límites, sino especialmente las reglas de comunicación que hasta ahora hemos venido utilizando.
Una de las habilidades que hemos de actualizar en esta etapa es la negociación, proceso a través del cual podemos construir acuerdos en los que todas las partes tienen la opción de salir ganando. Tal vez, acostumbrados al tipo de interacción y de comunicación utilizados durante la niñez, hay padres que pretenden que las cosas se mantengan del mismo modo, y acusan más que otras familias el proceso de cambio que la adolescencia supone para todos. Cuando son más pequeños, la negociación es sencilla, guiada por los adultos y concisa en la medida que la resistencia de los niños, la mayoría de las veces, es pequeña.
Uno de los cambios más destacables que se producen durante la adolescencia afecta precisamente a cómo los miembros de una familia se comunican, interactúan y negocian; ya no sirven simplemente los mandatos sin argumentación, se pide continuamente una revisión de normas y límites, y alguna vez se entra en un tipo de conflicto que no ayuda: la confrontación directa, levantando la voz, llegando a la falta de respeto.
Este tipo de situación, en la que cualquier familia se puede ver involucrada, puede verse empeorada si no sabemos manejar adecuadamente nuestras emociones, que fácilmente pueden ayudar a escalar el conflicto y hacerlo insostenible, o bien pueden facilitar el inicio de una comunicación constructiva y eficaz, que nos lleve a acuerdos donde todos los participantes de ese conflicto queden satisfechos.
Antes de comenzar, por tanto, hay que dejar claros algunos puntos de partida:
-
La llegada de la adolescencia a una familia provocará, necesariamente, cambios en las formas de interactuar y de comunicar entre los miembros de la familia.
-
Ciertos cambios serán positivos y son evolutivamente deseables, mientras que otros no provocarán transformaciones en el fondo, pero sí en la forma: no cambia el amor hacia los hijos, aunque posiblemente sí el modo de expresarlo (tipo de caricias, frecuencia de las mismas, etc).
-
Algunos ámbitos de la convivencia familiar son negociables, mientras que otros no lo son. Por ejemplo, algunas normas, como “no se admite violencia entre miembros de la familia”, se han de mantener siempre, como es lógico (aunque a veces, haya peleas entre hermanos), mientras que otras, como cuál es la hora a la que los hijos han de llegar a casa cuando salen, sí admiten cambios conforme los hijos crecen.
Para todas esos cambios y transformaciones que van a aparecer en la familia, en sus normas, en sus interacciones, en sus vínculos, será necesario que las habilidades de comunicación evolucionen. De este modo, la negociación, como hemos señalado anteriormente, será una de las herramientas que más utilizaremos para adaptar el sistema familiar en proceso de cambio. Nuestros hijos adolescentes pueden pedirnos ciertos cambios y el modo de hacerlo puede no gustarnos siempre: exigiendo sin condiciones, buscando la confrontación, el enfrentamiento… Como padres, en estas situaciones puede suceder que perdamos de vista que lo importante es gestionar esta situación de forma pedagógica, teniendo en cuenta en el proceso de comunicación tanto el contenido como la relación: es importante hablar sobre el tema que deseamos (contenido de la comunicación), pero hemos de cuidar también el modo en que lo hacemos (lenguaje no verbal, palabras utilizadas, tono, volumen de voz), porque afecta a la relación.
En todo proceso de negociación hemos de tener en cuenta una serie de pasos imprescindibles para que seamos capaces de llegar a acuerdos que optimicen nuestros intereses. En ocasiones, algunos padres fantasean con que sus hijos crezcan y se transformen en adultos de los que se sienten orgullosos, pero en su fantasía no incluyen conflictos, peticiones en contra de las habituales interacciones… Crecer supone desafiar lo establecido para comprobar hasta dónde podemos llegar con nuestros propios recursos. En el mundo adulto, saber comunicarse y saber negociar, son habilidades tremendamente útiles. Todo proceso de negociación requiere de:
- Pedir: cuando deseamos algo, hemos de comenzar expresando una petición, una concesión. Por ejemplo, puede que nuestro hijo adolescente quiera llegar el sábado 30 minutos más tarde, y si es habitual la negociación en la familia, sabrá que no basta con pedirlo, aunque resulta imprescindible hacerlo de forma calmada.
- Ofrecer: cuando quiero algo que no depende directamente de mí, sino que ha de ser concedido por otra persona, como en el ejemplo anterior, llegar 30 minutos más tarde a casa el sábado, he de ofrecer algo a cambio. Aquí es cuando estamos ya negociando, y ambas partes pueden iniciar un proceso de peticiones y ofrecimientos, que hemos de procurar dirigir conjuntamente.
- Acordar: es el lugar al que nos dirigimos en la negociación, tras el intercambio de peticiones y ofrecimientos. El acuerdo al que llegamos ha de incluir también ciertas “claúsulas” que especifiquen qué va a suceder si el acuerdo al que hemos llegado se rompe. En el ejemplo anterior, si hemos acordado permitir a nuestro hijo llegar 30 minutos más tarde el sábado, pero acaba llegando 45 minutos después, haber incluido una “cláusula” que prevenga esta situación y que hayamos acordado ambas partes, reducirá la resistencia de nuestro hijo a cumplir con la consecuencia pactada previamente.
Estos son los pasos “básicos” y que todos podemos reconocer en todo proceso de negociación, independientemente del contexto en el que ésta se produzca. Es importante comprender que, aunque estos son pasos que daremos siempre, no son los únicos a tener en cuenta, puesto que hay dos procesos que a menudo “olvidamos” y que marcan la diferencia en toda negociación con nuestros hijos adolescentes:
- Escuchar: este proceso, aunque básico, frecuentemente es olvidado por algunas familias, que se empeñan en imponer su criterio, su petición, su ofrecimiento, sin escuchar antes lo que sus hijos, o sus padres, tienen que decir. Para llegar a acuerdos, es imprescindible escuchar la petición y el ofrecimiento de la otra parte, dejando expresarse, incluso cuando el planteamiento nos parezca inicialmente (en el contenido) equivocado. Solo escuchando podremos comprender, además de que solamente así podremos solicitar ser escuchados cuando nuestro turno llegue. Escuchar, además, supone no utilizar solamente los oídos, sino también utilizar el lenguaje no verbal: la forma de mirar, la postura corporal, etc.
- Reconocer: este último paso es quizás el menos conocido. Para muchos padres es muy complicado reconocer, en sentido amplio, a sus hijos. No se trata solamente de saber su nombre, o de valorar sus logros, sino que supone un proceso de validación a la persona. Nuestro hijo adolescente no es exactamente el adolescente que tenemos en nuestra cabeza; hemos de aceptar que tiene puntos de vista distintos, que tiene intereses que nos pueden sorprender. Dar por sentado que ya le conocemos sesga nuestra percepción y nos limita para “darnos cuenta” de quién es la persona que nos está pidiendo negociar algo.
Si deseamos que la comunicación con nuestros hijos adolescentes sea constructiva, hemos de estar abiertos a negociar ciertas normas que afectan a la convivencia de toda la familia, pero que han de revisarse de cuando en cuando, de forma “natural”, resultado del crecimiento de nuestros hijos y los cambios que ello conlleva. Y para negociar, más allá del propio proceso, hemos de practicar a menudo la escucha activa y el reconocimiento (la aceptación y validación) de las personas que están llegando a ser poco a poco.
Negociar de forma eficaz supone no únicamente una reducción de los conflictos dentro de la familia, sino sobretodo un mejor manejo de los mismos en el seno de una convivencia más positiva y constructiva. Nuestros hijos adolecentes, en el proceso de llegar a ser adultos auto-dependientes, han de aprender a pedir, ofrecer y acordar, pero hemos de facilitarles ese aprendizaje escuchándoles y reconociéndoles en todo momento.
Si somos un modelo constructivo de negociación, aprenderán que en los conflictos no se permiten transgredir ciertas normas básicas (levantar la voz, faltar al respeto), y que a través de la negociación podemos alcanzar no solo acuerdos que optimizan la convivencia, sino sobretodo una mejor interacción, en la que todos los miembros de la familia se sienten cómodos y a gusto ocupando un lugar en ella, y en la que se sienten reconocidos por los demás.
Tony Corredera
Director de Crecimiento Positivo
Learn MoreLa Adolescencia: Crisis y Oportunidad
A lo largo de la vida de un ser humano hay diversos momentos donde se producen cambios que modifican significativamente su aspecto, su forma de pensar, su forma de relacionarse, etc. Quizá el periodo en el que estos cambios son más profundos y radicales sea la pubertad y, por ende, la adolescencia. Muchas familias temen la aparición de esta etapa inevitable del desarrollo de los hijos, porque supone precisamente la experimentación de muchísimos cambios en el sistema familiar, en la comunicación, en las interacciones, en la convivencia, en las relaciones… La adolescencia es vivida por muchas familias como una gran crisis llena de conflictos, pero es también una gran oportunidad de transformación para todos los que componen el sistema familiar.
¿Qué entendemos por adolescencia? La consideramos como un periodo del desarrollo de los seres humanos en el que se producen profundas transformaciones y cambios biológicos, psicológicos y sociales, y en el que tiene lugar el paso de la infancia a la edad adulta. En una definición más amplia, aportada por Giorgio Nardone, la “adolescencia designa comúnmente el periodo de la vida de una persona en el que todavía no posee ni un cuerpo ni una mente bien definidos y no es autónomo en la organización de su existencia”.
Desde un punto de vista antropológico, la adolescencia es un término cultural, una conquista reciente por parte de las sociedades del primer mundo. En algunos países, con culturas diferentes, la adolescencia no existe; sí la pubertad, que es el proceso de cambios biológicos. En estas sociedades se ritualiza el paso de niño a adulto directamente, asumiendo a partir de entonces roles y conductas propias de los adultos de esas culturas. En nuestra sociedad, la adolescencia podría concebirse como un enorme rito de paso entre la niñez y la vida adulta, en la que se han de aprender muchos conocimientos y facilitar el desarrollo de la organización de ese individuo para integrarse en la sociedad.
Como señalábamos antes, la pubertad es el proceso de cambios físicos en el cual el cuerpo de un niño se convierte en adulto, hasta ser capaz de la reproducción sexual. Durante la pubertad se perciben diferencias más grandes y evidentes en cuanto a tamaño, forma, composición y desarrollo funcional en muchas estructuras y sistemas del cuerpo. Las más obvias son las características sexuales secundarias. En sentido estricto, el término «pubertad» se refiere a los cambios corporales en la maduración sexual más que a los cambios psicosociales y culturales que esto conlleva. Este periodo es universal, todos pasamos por esta etapa; suele comenzar entre los 9-10 años y terminar entre los 11-12 años.
Por otro lado, la adolescencia es el período de transición psicológica y social entre la niñez y la vida adulta. La adolescencia abarca gran parte del período de la pubertad, pero sus límites están menos definidos, y se refiere más a las características psicosociales y culturales mencionadas anteriormente. Sin embargo, esta fase del desarrollo ha sufrido una progresiva ampliación en las últimas décadas, con el consiguiente alargamiento de permanencia de los jóvenes en el seno del contexto familiar, dilatando y disminuyendo enormemente el proceso de conversión en adultos. Hoy se hace referencia a una larga adolescencia, la llamada “tardoadolescencia”, hasta los 35 años, y es una realidad cotidiana encontrar jóvenes adultos con problemáticas propias de un adolescente.
La adolescencia es una conquista, del mismo modo que la infancia fue una conquista en otro momento reciente de la historia; nuestra sociedad conquistó la infancia y después la adolescencia, aunque después se ha organizado de un modo un tanto disfuncional, puesto que ha “diseñado” una adolescencia que retrasa e impide la participación social, el aprendizaje de la responsabilidad y la auto-dependencia.
Uno de los procesos de cambio más importantes que se producen en la pubertad tiene lugar en el cerebro: al inicio de la pubertad se produce una transformación radical del sistema de recompensa cerebral, puesto que se pierden aproximadamente el 30% de los receptores de Dopamina.
Esto tiene como consecuencia la reducción y/o anulación de las pequeñas alegrías del pasado (como las excursiones con los padres); dicho de otro modo, las mismas actividades y diversiones que hace poco tiempo les resultaban apasionantes, ahora les resultan aburridas y desean explorar otras opciones. Algunas consecuencias de este proceso, que tendrán continuidad no solo en la pubertad sino durante gran parte de la adolescencia son:
- Desvían sus intereses hacia la música, el deporte o el sexo opuesto.
- Desarrollan el pensamiento abstracto.
- La compañía de los padres es menos deseable.
- Le dan mayor importancia al grupo de iguales y buscan nuevas amistades.
- Desafían sus propias capacidades y competencias, poniéndose a prueba, y de este modo aprenden a confiar en sí mismos.
A través de todos estos cambios conocen las experiencias que les convertirán en adultos, abandonando paulatinamente la seguridad del hogar (porque se aburren) y mostrando mayor interés por nuevas experiencias, lo que supone una atracción por el riesgo.
Estos cambios acercan a los jóvenes a desarrollar conductas de riesgo como el consumo de drogas, por ejemplo. Las nuevas situaciones a las que se enfrentan, así como sus experiencias de éxito y fracaso en las mismas pueden llevarles a tomar drogas que les ayuden a regular su estado de ánimo. Pero esta misma característica, la búsqueda de sensaciones, de desafíos a las propias capacidades, supone una oportunidad de aprendizaje y crecimiento de enorme potencial, que desde la familia se puede orientar de manera positiva, hacia el Autoconocimiento de las Competencias y Fortalezas Personales, y la construcción de una Autoestima Positiva.
En este sentido, quizás la “rebeldía” forma parte del proceso de convertirse en adulto, al desafiar las pautas de conducta habituales, las normas familiares, como un modo de mostrar el deseo de independencia, de que no sea tratado como un niño. El reto para los padres es transformar el sistema familiar ante la crisis que supone la llegada de la adolescencia: transformar la comunicación, transformar las interacciones, transformar el conjunto de normas para facilitar el proceso, sabiendo quién tiene la responsabilidad de ese cambio, los fundadores de la familia, pero incluyendo a todos los miembros de la familia en dicho proceso. La oportunidad de transformación del sistema familiar ha de incluir a los hijos, niños y adolescentes, de forma activa y participativa.
Esto no quiere decir que las conductas “rebeldes” tengan que pasarse por alto, o que como son parte del proceso “natural” tengamos que guardar silencio. Cada conflicto puede ser una oportunidad para facilitar ese cambio, para asentar un conjunto de normas y límites adaptados a la nueva realidad, para transformar el modo en que nos comunicamos y gestionamos el cambio de todo el sistema familiar. Porque no solamente cambia el niño que se convierte en adolescente, también cambia la madre y el padre que pasan de criar a un niño a interactuar con un adolescente que les desafía (en sentido amplio, no únicamente de forma negativa, sino que supone un desafío responder a sus preguntas, a sus cuestionamientos, porque ya no se conforma con un “porque yo lo digo que soy tu madre”, sino que desean respuestas argumentadas).
El conflicto es inevitable en la familia, ya que ésta está sometida a muchos cambios, que aparecen con frecuencia; pero lejos de alimentar los miedos, podemos considerar el conflicto en la familia como una ayuda al crecimiento de todos, como una oportunidad para aprender. Muchas familias optan por evitar los enfrentamientos, los desacuerdos, con los adolescentes, especialmente si las respuestas que éstos ofrecen en ocasiones son agresivas; pero, ¿es posible evitarlos? En ocasiones las respuestas agresivas, desafiantes, tienen una lectura distinta, puesto que tal vez sean una forma de pedir implicación en sus vidas. Evitar los conflictos con los hijos adolescentes genera más problemas de los que soluciona, porque muchas veces el “enfrentamiento”, el “conflicto”, resulta enriquecedor, refuerza los roles de cada miembro de la familia, ayuda a plantear las normas desde una nueva perspectiva. Si evitamos el enfrentamiento nada de esto sucede, “gana” quien más grita, quien más fuerza tiene, se aprende a manejar las relaciones a través del miedo, se legitima la inversión de roles…
Una clave es precisamente hablar, mantener unos canales de comunicación abiertos, estar disponibles para charlar, para escuchar de forma activa, y no solo para oír. Muchas veces olvidamos que el adolescente que tengo delante no es el mismo que está en mi cabeza, que hay una diferencia entre el adolescente real y cómo yo me lo imagino. Y la única manera de descubrir quién es el adolescente que hay ante mi es ESCUCHARLE.
Recomendar a los padres hablar con sus hijos va más allá del cliché de la charla, en la que ellos dicen “lo que tiene que ser”, “lo que tienes que hacer”, y en el que los hijos callan y no prestan atención. La comunicación entre padres e hijos ha de fundamentarse más en la escucha activa, en el feedback, en hablar desde las propias emociones, desde lo que sentimos como padres, en aprovechar cualquier ocasión para iniciar una conversación.
Los padres actualmente tienen demasiado miedo a ser padres, a hablar como padres, a involucrarse como padres; tienen miedo de traumatizar a sus hijos con normas y límites, a que respondan agresivamente, a que se equivoquen, a que sufran… Y para ser padres hay que ser conscientes de los miedos, sí, pero no dejarse llevar por ellos, no dejar que el miedo decida por nosotros. Ejercer la paternidad implica aceptar el desafío de implicarnos en la vida de los hijos, de aceptar la responsabilidad de tomar decisiones a veces complicadas, de ejercer la autoridad del guía con experiencia, pero también del que escucha y está dispuesto a aprender.
¿Cómo podríamos activar y mantener abiertos esos canales de comunicación con nuestros hijos durante la adolescencia?
- Escuchar activamente: se trata de dedicar tiempo a escuchar, con todos los sentidos, y no solamente a oír.
- Reconocer y validar la visión del adolescente, aunque no estemos de acuerdo todas las veces. Reconocer implica ver al otro tal y como se presenta ante nosotros, y no pelearnos con él o ella por no ser como nos gustaría. Implica, por tanto, aceptación.
- Opinar sin miedo, sobre lo que se plantea. Y opinar no es imponer, ni aleccionar, es expresar lo que pienso sobre algo.
- Permitir al adolescente tener emociones negativas: llevados por el miedo a que los hijos sufran, muchos padres se enfadan con los hijos cuando éstos expresan sentimientos y emociones negativas, ante lo cual se genera un mayor aislamiento en la comunicación, se tensan las interacciones.
- No menospreciar sus problemas: aunque desde nuestra experiencia, el problema que nos plantea no sea grave, su vivencia es lo que importa. Si validamos su sentimiento, su visión del asunto, si mostramos empatía ante lo que nos cuenta, estaremos enseñando, entre otras cosas, una forma de relacionarse enriquecedora y constructiva.
- Mostrar interés por las inquietudes y necesidades del adolescente: esto facilita que se mantenga el sentimiento de pertenencia y participación en la familia, al sentir que siguen siendo importantes, a pesar de que se sientan distintos, que siguen siendo respetados y amados, a pesar de que en ocasiones haya enfrentamientos.
- No imponer nuestras soluciones a sus problemas: puede resultar más enriquecedor guiarles en la búsqueda de sus propias respuestas.
- Evitar la crítica destructiva: hay diferentes formas de señalar lo que no nos gusta. En este periodo, su sensibilidad a la crítica mordaz, dura, es mayor ya que están descubriéndose a sí mismos, y necesitan más apoyos en esa búsqueda de lo que puede parecer. Concebir el error como parte del aprendizaje, hacer hincapié en la importancia de intentarlo, de perseverar en el intento, reforzando estas conductas, puede ser el camino alternativo a la crítica destructiva.
La adolescencia es un periodo de profundos cambios en el individuo en el sistema familiar, supone una oportunidad de crecimiento, de aprendizaje, de transformación. Recorrer el camino de esos cambios juntos, es la oportunidad que se abre en el seno de la familia cuando los hijos llegan a la pubertad y adolescencia.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo.
Learn MoreCómo reaccionar ante la primera borrachera
Tu hija de 16 años ha salido con su grupo de amigas como todos los sábados. Su hora de llegada a casa son las 22:00 horas, pero son las 22:35 y aún no ha aparecido por casa. La has llamado al móvil pero está apagado.De repente, se oye la puerta y acudes para ver si es ella; al verla, está claramente bajo los efectos del alcohol…
Esta situación se puede producir con facilidad y de hecho, cada fin de semana, ocurre en diferentes hogares del mundo. Lo que, como padres, hagamos, tendrá consecuencias, como es obvio. Cuando se trata de la primera vez, hay que tener en cuenta que muchos factores que voy a mencionar no vuelven a estar presentes, al menos con igual intensidad. Las recomendaciones siguientes son importantes, pero también lo es adaptarlas a la relación previa y estilo de comunicación que hemos mantenido previamente con nuestr@ hij@:
- Gestionar las emociones: el “cocktail emocional” que hemos estado sufriendo durante bastante tiempo (en el ejemplo, unos 40 minutos) es tremendo. La preocupación porque no llegaba, el enfado porque está llegando tarde, el miedo a si le ha podido ocurrir algo, la angustia de que su teléfono no está operativo… Y cuando llega, el alivio de que está en casa, más la indignación de comprobar que viene borracha, la decepción y el miedo por que esté ocurriendo esto, el enfado nuevamente, e incluso la culpa… Son muchas emociones y sentimientos que pueden hacernos reaccionar de forma inadecuada, impulsiva, e incluso contraproducente. Somos humanos y podemos equivocarnos, pero hemos de prepararnos porque esta es una situación importante y no hemos de perder el objetivo pedagógico: puede aprender de esta situación. Respirar profundamente, manteniendo una postura seria y pensando bien lo que estoy diciendo, son ejemplos a partir de los cuales puedo actuar a pesar de mis alteraciones emocionales internas.
- Enviarle a la cama: lo primero que queremos es preguntar qué ha pasado y porqué, qué hacía el móvil apagado y porqué está borracha, si creíamos que no bebía, etc… Hablar con alguien bajo los efectos del alcohol, en su primera borrachera especialmente, no es demasiado inteligente, ya que no está en condiciones de darnos una respuesta satisfactoria e incluso puede aumentar nuestro enfado por la situación. Algunos padres me hablan del “uso del bofetón” en este caso, pero es bastante ineficaz desde un punto de vista educativo y solo sería una acción que podría originar más culpa en nosotros como padres. Posiblemente esa noche, no podáis conciliar el sueño demasiado bien, pero es importante actuar de este modo para que podamos sacar algo en claro. Un millón de preguntas pueden volcarse en nuestra cabeza, como es lógico, pero ya intentaremos obtener respuestas al día siguiente.
- Cómo “rendimos cuentas”: al día siguiente, temprano, (es importante que no duerma hasta que ella quiera, sino que se levante para afrontar la situación) la despertamos y juntos hacemos el desayuno. Posiblemente no hará falta, porque es posible que sigamos enfadados, pero hay que mostrar un lenguaje corporal que deja bien claro que estamos enfadados y tensos. Pero guardar silencio mientras preparamos el desayuno, es importante, ya que eso genera una expectativa en el adolescente, sabe que algo sucede, que en cualquier momento habrá que afrontarlo. Cuando estemos sentados con el desayuno, nada de televisión, por supuesto, es el momento de comenzar a hablar sobre ello: recordad que no es un interrogatorio, sino una conversación:
- Hay que tener elaboradas preguntas “abre-ostras”, es decir, preguntas que no admitan una respuesta monosilábica por parte del adolescente.
- Deja que se explique, si quiere hablar; es importante que sea una conversación y que podamos saber qué ha ocurrido. El que la historia tenga lógica para nosotros no quiere decir que no tengamos que hablar de las consecuencias, de nuestros sentimientos, etc.
- Si no quiere hablar de ello, es un momento en el que nosotros hemos de utilizar mensajes yo, un estilo de comunicación que facilita la comprensión de nuestros sentimientos, el que nuestra hija se ponga en nuestro papel, en nuestro lugar, para que comprenda cómo pudimos sentirnos. Abandonamos así el papel de “acusadores” y “jueces” (“es que tú eres una irresponsable, por tu culpa pasé mala noche”, etc.), para generar comprensión: “yo ayer me sentí muy preocupado, angustiado, asustado…, cuando no respondías al teléfono, y estabas llegando tarde”. Esta estrategia de comunicación no les pone a la defensiva (cosa natural, porque ya intuyen que les puede caer un buen castigo).
- Hacer referencia a las normas incumplidas; es importante que comprenda que ha roto no una, sino dos o más normas familiares: la de llegar a casa, la que regula quién sí y quién no puede beber y porqué, y que faltar a esas normas implica consecuencias que ya conocía (es bueno que sea así, pero si no lo es, es un momento magnífico para establecer las consecuencias). Ahora se trata de cumplir y que eso es hacerse mayor, responsabilizarse de las consecuencias de lo que hago.
La consecuencia, el castigo, ha de ser razonable: se tiene que poder cumplir y ha de ajustarse a las normas infringidas. Por ejemplo, decir algo como que se le prohíbe salir durante 2 meses, o que ya no puede ir con esos amigos, posiblemente generará una reacción muy negativa y también aumentará la probabilidad de que empiece a mentirnos. Tampoco es bueno decir “como ha sido una vez” y que no ocurra nada, hemos de procurar ser coherentes.
A pesar de ser una situación muy complicada y que genera mucho malestar, es una oportunidad magnífica para que podamos comunicarnos en el conflicto, hablar de lo que sentimos, acercarnos en la relación y ajustar la imagen de nuestra “niña” o “niño”, que ya es un “adolescente”. Ha ocurrido una vez y hay que estar atentos, pero no se trata de generar una enorme alarma a partir de ello; por eso es tan importante escuchar qué ha ocurrido y ponernos en su lugar. Comprender lo ocurrido, mostrar coherencia en la aplicación de consecuencias y hablar desde lo que sentimos y desde nuestra posición de autoridad paterna, es decir, los fundadores de la familia y los guías con experiencia (no únicamente el “ordeno y mando”), pueden facilitar que esta experiencia sea una excepción y no la transformemos en un grave problema familiar.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo.
Learn More¿Depresión Post-parto o “baby blues”?
La tristeza que experimentan algunas mujeres tras dar a luz es bastante habitual y suele aparecer durante la primera semana tras el parto, desapareciendo paulatinamente tras unos días. Ese estado de tristeza y melancolía, conocido como “baby blues” en inglés, es diferente de la depresión postparto como problema clínico.
Para explicar ambas situaciones, hay que tener en cuenta diversos factores que van desde lo biológico hasta lo psicosocial y cultural (organización de la familia, el grupo social, el papel de las expectativas, etc.).
En el tercer día tras el parto, la nueva mamá experimenta una serie de cambios hormonales caracterizados por una brusca caída en los niveles de estrógenos, al tiempo que la prolactina regresa a los niveles anteriores al embarazo. La caída de los niveles de estrógenos se relaciona también con un decremento en los niveles de triptófano en plasma, que correlacionan con los que se producen en el caso de un diagnóstico de depresión. Por otro lado, se ha sugerido que el estrés psicobiológico y los cambios en los esteroides adrenales durante el postparto, podrían tener relación con los síntomas depresivos. Sin embargo, aunque estos cambios estén constatados, no puede afirmarse que sean la causa única de la aparición de la depresión postparto.
Por otro lado, algunos factores psicosociales a tener en cuenta son los siguientes:
- El aumento del peso corporal ganado después del embarazo se relaciona con una percepción negativa sobre la imagen corporal que la mujer tiene de sí misma, lo que genera también un impacto sobre la autoestima.
- La ausencia de conductas de apego en el bebé durante los primeros días puede dar la impresión a la madre de que su función no es imprescindible, que podría hacerlo otra persona, por lo que el esfuerzo físico del parto perdería valor para ella, provocando sentimientos de vacío.
- Las complicaciones tras el parto, podrían impedir a la madre encargarse del bebé tal y como habría querido, lo que podría generar sentimientos de culpa e inadecuación.
- El desgaste físico y emocional que implican el embarazo y el parto generan un gran cansancio en la mujer, que, durante el postparto está expuesta a una gran exigencia para cuidar al recién nacido. Las expectativas que genera en relación a su función como madre junto a las exigencias sociales por las numerosas visitas, llegan a aumentar el cansancio y prolongarlo, lo que puede relacionarse con cambios en el estado de ánimo.
- Algunas investigaciones han asociado la depresión postparto con el número de partos, encontrando una mayor incidencia de depresión postparto con el nacimiento del primer hijo; esta situación genera una experiencia de estrés única en la vida.
- Se producen cambios profundos en la pareja tras el nacimiento del bebé, así como en el hogar, ya que se pierde gran parte de la intimidad. La presencia de familiares en el nuevo hogar familiar puede dar la sensación de “invasión”, provocando una inestabilidad en la pareja que no facilita la adaptación de la misma a la nueva situación.
El “baby blues” no tiene una gran importancia clínica al margen del ligero desasosiego que produce a algunas madres experimentar cambios emocionales drásticos pasando de la alegría a la tristeza, rompiendo con las expectativas que el nacimiento del bebé habían generado. La creencia de que la llegada de un bebé traerá consigo únicamente felicidad, y la experimentación de ese estado de tristeza y melancolía los primeros días tras su nacimiento, resulta desconcertante.
La depresión postparto supone un problema de naturaleza diferente al “baby blues” o tristeza postparto, en primer lugar por la temporalidad del mismo, puesto que en lugar de resolverse en unos días, puede llegar a durar entre 2 semanas y varios meses. Además, hay que añadir que los síntomas de depresión postparto pueden no aparecer necesariamente en las primeras semanas, sino más adelante.
Generalmente los síntomas que aparecen en las primeras semanas acaban desapareciendo con apoyo afectivo tras 3 meses, aproximadamente, pero si hay antecedentes de algún episodio o trastorno depresivo en la mujer con anterioridad, los síntomas pueden prolongarse más tiempo y requerir un apoyo psicoterapéutico y/o farmacológico.
Además, en la depresión postparto las emociones de melancolía y tristeza aparecen junto con una sensación de angustia, ansiedad, fatiga y pensamientos de autodesvalorización mucho más intensos que en el caso del “baby blues”.
Los síntomas que pueden experimentar las mamás durante la depresión postparto son diversos, entre los cuales están:
- Problemas de sueño, en especial insomnio.
- Cambios en el estado de ánimo: tristeza la mayor parte del día, llanto mucho más frecuente, sensación de vacío, culpa, irritabilidad, mal humor y sentimientos de inadecuación.
- Ansiedad, angustia y ataques de pánico.
- Desinterés por realizar actividades que antes resultaban agradables.
- Aislamiento social: no desean ver amigos ni familiares.
- Pensamientos negativos frecuentes, sobre diversos miedos y en algún caso pensamientos suicidas.
- Dificultades para concentrarse y mantener la atención.
Debemos solicitar ayuda profesional cuando los síntomas descritos anteriormente son muy intensos y se prolongan más allá de las 2-4 semanas tras el parto. De cualquier modo, hemos de intentar cambiar algunas ideas preconcebidas sobre la petición de ayuda profesional y animar a las personas a resolver sus posibles dudas consultando a los profesionales cuando se necesite. No pasa nada por no saber qué hacer, por sentirnos desconcertad@s ante una situación novedosa, estresante y que provoca tantos cambios como el nacimiento de un bebé.
Cuando se ha recibido un diagnóstico de Trastorno Depresivo con inicio en el Postparto, suele ser recomendable solicitar ayuda psicoterapéutica. Un tratamiento que ha resultado ser muy efectivo es el basado en la Terapia Cognitivo-Conductual (TCC), en la que se trabajan aspectos relacionados con los pensamientos negativos que se experimentan, así como se fomentan una serie de cambios comportamentales necesarios para mejorar el estado de ánimo, aumentando el repertorio de actividades agradables y evitando el aislamiento social.
Algunas pautas y acciones basadas en la propuesta de la Psicología Positiva podrían resultar muy beneficiosas, como por ejemplo llevar a cabo un “Diario de Acontecimientos Positivos”, donde anotar, al menos 2 días a la semana, los 3 sucesos agradables más importantes experimentados ese día y sus causas.
Otra línea de intervención, que puede ser utilizada junto a la primera, es la farmacoterapia. Para ello, hay que solicitar la ayuda de un profesional cualificado, como los especialistas en Psiquiatría, de tal modo que no pongamos en riesgo la salud de la mamá.
Los síntomas depresivos pueden volver a experimentarse en el futuro, como le podría ocurrir a cualquier otra persona; anteriormente se ha comentado que la probabilidad de tener depresión postparto aumenta si con anterioridad al embarazo se había sufrido algún trastorno depresivo. Se ha descrito, además, que el riesgo de volver a sufrir un episodio depresivo en el futuro está en torno al 20-30%.
Cuando tenemos constancia de que estamos sufriendo una depresión postparto, lo mejor es solicitar la ayuda profesional adecuada. Eso sí, es recomendable seguir una serie de pautas de auto-cuidado que pueden ayudarnos a sobrellevar esa tristeza postparto descrita anteriormente:
Atiende tus necesidades biológicas básicas: establecer una rutina en las comidas suele ser muy positivo, así como intentar descansar siempre que sea necesario. Hay que aprovechar para dormir cuando el bebé también está durmiendo; para esto es recomendable solicitar la ayuda de un familiar o amig@ para que vigile al bebé durante el sueño.
- Comparte tus emociones y sentimientos: ya hemos visto la cantidad de emociones presentes durante el postparto. Manejarlas sola es complicado, compartirlas te puede ayudar a comprenderlas mejor y a que sean menos intensas. Pide apoyo a tu pareja, a tu familia, a tus amig@s… Pedir apoyo emocional es importantísimo y recuérdales a tod@s cómo quieres ser apoyada.
- Cread un ambiente de calma entre todos los participantes de esta nueva aventura: tú, tu pareja, la familia y amigos. En la medida que puedas tomarte las nuevas situaciones con calma, sentirás que todo marcha mejor. No dejes que ciertas situaciones sencillas te exasperen. Si hay demasiadas visitas, planifica cuándo serán y en qué momento lo prefieres; si suena demasiadas veces el teléfono, apágalo o baja el volumen, ya responderás en otro momento; olvídate del trabajo en estas primeras semanas, ya que estás de baja, céntrate en ti y en tu bebé.
- Sal de casa: es muy importante cuidar este aspecto en cuanto sea posible. Reanudar la actividad física, dar un paseo con tu bebé, ir a tomar algo con una amiga, etc., pueden influir muy positivamente en tu estado de ánimo.
- Respira y adminístrate mimos: aprender a relajarse a través de la respiración puede ayudarte en las primeras semanas de adaptación a la nueva situación. Recuerda lo importante que es mimarte: una ducha relajante, un capricho alimentario, cuidar tu aspecto, son formas de auto-cuidado. El que ahora tengas una nueva e importante responsabilidad no ha de implicar que no te cuides a ti misma.
- Pide ayuda a los demás: esta habilidad es siempre importante, pero mucho más en estos momentos. Tu pareja, tu familia y amigos serán fundamentales para que podáis ajustaros a la nueva realidad. Por supuesto, saber pedir ayuda implica también la ayuda profesional, cuando consideres que es necesario.
Estas breves recomendaciones se pueden utilizar también si se ha desarrollado una depresión postparto, aunque por supuesto hay que combinarlas con la ayuda profesional y las pautas que tu psicólogo te haya recomendado seguir.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo.
Learn MoreAprender a Resistir la Frustración
La frustración es un sentimiento desagradable que surge cuando las expectativas de una persona no se ven satisfechas al no poder conseguir lo que desea. Esta definición encierra el hecho de que la frustración es algo negativo, es una experiencia que debemos evitar o que solamente sirve para generar problemas. En parte, esta sentencia es cierta, pero también es cierto que la experiencia de frustración, como toda experiencia humana, ofrece la posibilidad de crecer, de aprender, de ser creativos.
Uno de los beneficios de trabajar con familias es que se tiene la oportunidad de averiguar cuáles son las preocupaciones que afectan a cada una de ellas de manera profunda, generando una impresión más amplia de cómo funcionan las dinámicas de interacción de sus miembros.
Los actuales padres tienen preocupaciones acerca de sus hijos que difieren mucho de las anteriores generaciones. Si bien todavía se comparten algunas, el hecho de vivir en otro momento histórico, social y económico, ha configurado un sistema en el que las prioridades se han modificado. Así, las preocupaciones de los padres giran en torno a una serie de temáticas diversas que cubren todas las necesidades de sus hijos. Una vez cubiertas las necesidades básicas de alimentación, vestido, salud, etc., los padres pasan a preocuparse de otras esferas, con la esperanza de que sus hijos puedan desarrollarse lo mejor posible, en todos los sentidos. Entre los deseos más comunes de los padres de cualquier generación, está el que sus hijos tengan la ocasión de elegir, de poseer bienes u oportunidades que ellos no tuvieron nunca.
De este modo, y de un tiempo a esta parte, es común entre los padres el dar, casi sin objeción, todo lo que sus hijos desean, solicitan o exigen. Porque, probablemente, incluso suceda en este orden. Primero desean, después piden, y acaban exigiendo. Desde el deseo legítimo de que sus hijos disfruten, se desarrollen sanos y felices, los padres cumplen con las peticiones / exigencias. El miedo que hay detrás de este comportamiento, en muchas ocasiones, es “a que nuestro hijo se frustre”.
¿Qué ocurre con la frustración? ¿Qué es lo que nos da tanto miedo de la frustración? Posiblemente, muchos padres se mueven desde la creencia de que la frustración está sobre la base del trauma, y el trauma, ya sea físico o emocional, es siempre visto como negativo. Muchos padres confiesan, por otro lado, que “para un rato que tengo con ellos, no quiero que se enfanden, que se frustren”. Desde luego, es una opción. Pero, ¿es la mejor opción desde el punto de vista educativo?
El miedo a la frustración de los hijos es, en primer lugar, un miedo ajeno, que nace de un pensamiento: la posibilidad futura de que nuestros hijos se sientan mal si no consiguen lo que quieren. Aquí hay dos cuestiones interesantes:
- Los padres se están anticipando a las consecuencias de algo que está por suceder. Es decir, estan cometiendo un error cognitivo conocido como “Error del Adivino”.
- ¿Quién ha dicho que sea bueno tener todo lo que se desea, cuando se desea y como se desea? De hecho, es difícil encontrar a alguien que no se haya enfrentado alguna vez a la experiencia emocional de la frustración.
Vivimos en una sociedad en la que estamos expuestos a la frustración. Un ascenso que no conseguimos, una cita que sale mal, perder un autobús que nos hará llegar más tarde a casa, etc… La frustración es una experiencia emocional que hay que aprender a manejar de la mejor forma posible. Sería muy negativo para nosotros si cada vez que algo no sale como esperábamos reaccionáramos de forma agresiva, rompiendo objetos o atacando a la gente, o, siguiendo uno de los ejemplos anterioes, que nos pusiéramos a llorar y patalear hasta que el jefe cambie de opinión y, efectivamente, reconozca su error dándonos ese ascenso.
Como adultos, reconocemos que el mundo en el que vivimos tiene límites en diversas áreas; algunos límites tienen que ver con nuestra biología (no poder volar), otros límites los hemos establecido socialmente para convivir (límites legales), y otros límites son los que marcamos individualmente para regir nuestro propio comportamiento. Los límites son necesarios para saber hasta dónde podemos llegar y también saber hasta dónde queremos llegar. Porque, en último término, un límite no es más que una elección consciente que facilita o entorpece el camino de cada uno, en función de lo que nos cueste aceptar las consecuencias de dicha elección.
Como he señalado en otros lugares, los niños van construyendo su propia realidad conforme acumulan experiencias vitales; en este sentido, son pequeños científicos que ponen a prueba su entorno, para conocer los límites del mismo. Como padres, hay que ayudarles a conocer el mundo que les rodea para facilitar su adaptación de la mejor manera posible, mediante el proceso que se denomina socialización.
De este modo, primero conocerán algunos límites físicos, que, de otro modo, pondrían su vida en peligro: cuando son bebés, les protegemos de casi todo, porque su afán explorador no conoce miedos ni límites. Hay que ayudarles, sin frenar su impulso “científico”, explorador y constructor, a conocer dónde están esos límites. Más adelante, cuando crecen, y empiezan a relacionarse con otras personas, nuestra ayuda continuará siendo la misma, solamente que cada vez se extenderá más su necesidad de conocer los límites de su mundo, en especial, los sociales.
En todo este proceso de crecimiento, de aprendizaje y construcción mutua (porque los padres no nace sabiendo y, por tanto, también aprenden del proceso), la frustración está presente siempre. Del mismo modo que frustramos con un NO su intención de explorar lo que sucede cuando se meten los dedos en el enchufe, porque eso pone en riesgo su vida, hay que volver a marcar límites en algunas peticiones, para que vaya ejercitando su resistencia a la frustración. No tener algo que se desea no es un síntoma de infelicidad ni tampoco de que vayan a odiar a quien está impidiendo cumplir ese deseo.
Desde luego, y como en todas las situaciones humanas, creo que se pueden marcar límites y enseñar a resistir la frustración de manera constructiva y creativa. Si un bebé quiere acercarse a un enchufe, no significa que quiera meter los dedos en él; puede que quiera demostrar que puede llegar hasta allí y nada más. Como padres, evaluacmos que es peligros que meta los dedos en el enchufe, pero podemos intentar aportar una solución creativa que nos permita alcanzar los objetivos (proteger al bebé y explorar). Al margen de los adaptadores de enchufes que están en el mercado, creo que es interesante observar al bebé y estar atentos a posibles peticiones de ayuda. Si el mismo bebé experimenta lo que puede y no puede hacer, y le ayudamos, cuando sea necesario, a conseguir por él mismo sus objetivos, le estaremos ayudando a crear una sensación positiva de su propia capacidad.
Cuando los niños crecen y sus objetivos comienzan a ser más específicos, más complejos y más atemorizantes para los padres, la pauta de aplicación de creatividad a las soluciones es la misma. El niño o adolescente sigue poninedo a prueba los límites de su mundo y necesita saber hasta dónde puede llegar. Por ejemplo, en ocasiones, los niños pequeños tiran los objetos al suelo; algunos padres juzgan este comportamiento como “malo”, e incluso suelen decir que el niño es “malo”. Al margen del error que cometen al condenar al niño en lugar de la conducta específica de tirar objetos, no están teniendo en cuenta otras variables. ¿Para qué tira el niño el objeto? Sus objetivos son diversos, pero puede ser que esté poniendo a prueba algunas leyes físicas (porqué algunos objetos rebotan y otros se rompen, la propia gravedad, etc.), o bien que estén poniendo a prueba las reacciones de los adultos. Es posible que tengamos la imagen de un niño que está tirando una cosa al suelo muy despacio mientras mira a los adultos, que le están advirtiendo que no lo haga. No es malo, simplemente, quiere saber cómo reaccionarán los adultos.
La búsqueda de límites es habitual en todos los seres humanos, de cualquier edad, y, en todas las ocasiones se puede aprovechar para aportar soluciones creativas. En el caso del niño que tira objetos, está claro que el objetivo educativo es que aprenda qué objetos se pueden tirar y cuáles no. Se puede proponer un juego en el que los participantes (adultos y niños) interactúan entre sí y con una serie de objetos, algunos de los cuales se pueden lanzar y tirar y otros no. El que el niño vea de forma natural, a través del juego, cómo son las normas de los adultos les servirá para comprender mejor las relaciones entre su comportamiento y las consecuencias del mismo.
Manejar la frustración es una condición básica para adaptarnos adecuadamente a la sociedad. De hecho, puede ser una experiencia enriquecedora, en el sentido de que, además de ayudarnos a conocer los límites (propios o socialmente admitidos), nos permite intentar soluciones diferentes, nos aporta una experiencia de resistencia, que resultará fundamental para continuar persiguiendo nuestros objetivos y servirá como aprendizaje para demorar la recompensa.
Existen diversos estudios que relacionan la resistencia a la frustración con la prevención del desarrollo de trastornos emocionales, como la depresión, o determinadas conductas de riesgo, como el consumo de drogas. Si soy capaz de resistir el hecho de no conseguir lo que deseo, por el momento, no sólo perseveraré en el intento, sino que, con toda probabilidad, estaré menos dispuesto a evadirme de la realidad que me disgusta, evitando así caer en problemas más profundos y difíciles de resolver.
La tolerancia a la frustración nos expone, asimismo, a dos experiencias enriquecedoras y de crecimiento: en primer lugar, nos permite expresar soluciones creativas, lo que incluye el hecho de experimentar sensaciones positivas durante la “invención” de dichas soluciones, así como una mejora en el autoconcepto y la autoestima, tanto mayor en función del éxito de la nueva solución. Pero aunque la solución no fuera del todo efectiva, la experiencia de creatividad es positiva en sí misma y resulta casi siempre transformadora. En segundo lugar, la tolerancia a la frustración supone, siempre, una mejora en la habilidad de resiliencia, que se expresa no solamente en la capacidad creativa de aportar nuevas soluciones, sino también en la vivencia de resistir el que no se cumpla inmediatamente aquello que deseo.
En definitiva, el miedo de los padres a que sus hijos se “frustren” puede transformarse en una oportunidad para afrontar de forma nueva la situación. Si conseguimos aceptar que la frustración forma parte de la vida y que enseñar a tolerarla conlleva beneficios a medio y largo plazo, estaremos contribuyendo a que nuestros hijos tengan mejores habilidades para resolver problemas en el futuro.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo.
Learn More
Confianza
La confianza es uno de los pilares maestros en los que se asientan las relaciones humanas. ¿Qué es la confianza? No resulta sencillo describir en qué consiste… ¿Por qué confiamos en otras personas? ¿Qué diferencia hay entre confiar en alguien y no hacerlo? Es evidente que no confiamos en todo el mundo; no todas las personas despiertan en nosotros sentimientos parecidos a la confianza. Cuando confiamos en alguien, abrimos nuestro corazón a esa persona y nos mostramos tal y como somos; esa desnudez, que nos hace sentir vulnerables ante los demás, no resulta un problema cuando estamos con las personas en las que confiamos. Asumimos que esas personas nos aceptan, incondicionalmente, nos quieren y, por tanto, nunca nos harán daño. Pero, ¿se puede asumir que otra persona NUNCA va a hacernos daño? No. Y este es, quizás, uno de los problemas básicos que se derivan de la confianza.
En ocasiones, construimos una imagen poco realista de la persona en quien confiamos, hasta el punto de considerarle perfecto. No existe nadie que pueda asumir esa perfección sin sentirse abrumado por el hecho de no poder cometer errores, ni tampoco comportarse de forma que contradiga ese ideal.
De modo que, si esta persona comete un error, es decir, se comporta como cualquier otro ser humano, entonces ese ideal se rompe y la imagen creada se distorsiona. Nuestra seguridad se diluye y volvemos a sentirnos tremendamente vulnerables. Si alguien que nos conocía, nos aceptaba y nos quería, incondicionalmente, nos “traiciona”, rompiendo la confianza que teníamos en él, entonces, ¿qué no podrán hacer aquéllos en quienes no confiamos?
La tendencia general de muchas personas consiste en no confiar en prácticamente nadie. Para la mayoría, la confianza es igual al establecimiento de una relación de intimidad, independientemente del tipo que sea, amistad, pareja, familia, etc. Podemos tener relaciones de todo tipo, con personas de diferente condición, pero no confiamos en todos, ni establecemos vínculos de intimidad con ellos. Esto es así, en parte, porque no queremos mostrar esa parte vulnerable de nosotros, esa parte que nos cuesta aceptar de nosotros mismos, nuestra esencia, por así decirlo. Creemos que, al mostrarla, puede que al otro no le guste y, por tanto, nos rechace… Y el rechazo es algo que detestamos. Hay quien, incluso, para no ser rechazado, expulsa a todo el mundo de su lado y elimina así toda posibilidad de contactar con otras personas. Y se dice a sí mismo que “la gente no es de fiar“, que “intentarán hacer daño si pueden hacerlo” y que, para no sufrir daño alguno, lo mejor es “no intimar con nadie“. Esto, por otro lado, entra claramente en conflicto con nuestra naturaleza social, con nuestro deseo de establecer contacto con otros, de intimar y construir vínculos significativos.
¿Por qué, entonces, nos convecemos a nosotros mismos de que es mejor no confiar en los demás? Todos hemos tenido experiencias en las que hemos sufrido un desengaño con respecto a otra persona en la que confiábamos. Es evidente que nos envuelve una emoción de miedo que viene acompañada de sentimientos de vacío, decepción, impotencia… ¿Miedo a qué?
La ruptura de la confianza supone un cambio drástico en mi percepción del otro, aunque dicha percepción vuelve a estar distorsionada: pasamos de creer que es un “santo” a que es un “demonio”, alguien que quiere hacernos daño; es más, alguien que PUEDE hacernos daño, porque conoce nuestra parte más vulnerable. Tenemos miedo al dolor, al sufrimiento, y al vacío de una posible pérdida con la que nos contábamos. Así que, no sólo tenemos que reconstruir un nuevo esquema de quién es esa persona en la que confiaba, sino que tendré que convivir con emociones intensas y desagradables (que sesgan mi proceso en una dirección), al tiempo que intento reconstruirme a mi mismo. ¿Cómo pude confiar en esta persona? Nos exigimos haber previsto que esto pudiera suceder y nos imponemos un dogma para evitar volver a pasar por algo parecido: no se puede confiar en la gente, tan solo aquellos que son “especiales”. Otros ni siquiera incluyen esa segunda parte.
Lo malo de este dogma es que, curiosamente, confirma los peores temores de quien lo formula, y es que como consecuencia de mi incapacidad para confiar en otros, me siento solo. Y esa sensación de soledad, de vacío relacional, tiene como resultado nuevas emociones negativas, como la tristeza y la ira. Además, al haberse reforzado la teoría de que no se puede confiar en nada más que en ciertas personas “especiales”, vuelco mis esperanzas en el resto de mis vínculos significativos, en quienes confío verdaderamente. El problema es que aumenta la lente con la que idealizo estos vínculos de confianza, a estas personas, de modo que, nuevamente, hay muchas opciones de que ocurra lo mismo.
En este sentido, somos víctimas de nuestras idealizaciones, que convierten nuestros deseos en exigencias para nosotros mismos y para los demás. Eso genera una rigidez asfixiante, unos roles fijos de los que resulta difícil desprenderse.
¿Qué podemos hacer para no caer en este error? Cuando conocemos a alguien, esta persona genera en nosotros una primera impresión, una imagen que determina la relación que queramos establecer con ella en el futuro. Es cierto que, a veces, esa primera impresión no marca el tipo de relación que acabamos teniendo; por ejemplo, alguien que no nos cae bien al principio, pero que, más adelante, se convierte en un buen amigo para nosotros. Como decía, esa primera impresión, aunque no determinante, sí resulta importante. Si el resultado es bueno, esa persona nos gusta, nos cae bien, queremos repetir el encuentro. Poco a poco, comenzamos a compartir cosas, desde aficiones, gustos, hasta valores y compromisos comunes. Esas zonas comunes, que deseamos compartir con el otro, son las que generan confianza.
Para no caer en el error que se describe anteriormente, hay que procurar generar una imagen realista del otro. Construir una imagen realista del otro no significa esperar lo peor de él, pero tampoco significa percibirle como alguien perfecto. Como ser humano, se puede equivocar gravemente, y puede hacernos daño, tanto si se da cuenta como si no lo hace.
Confiar en esa persona que nos gusta, que nos cae bien, a la que queremos, significa compartir con ella un vínculo que entre los dos cuidamos. Pero ese vínculo puede transformarse, necesita ir cambiando, creciendo, evolucionando. Confiar en esa persona significa también mostrar nuestra “esencia”, hacernos vulnerables, y estar dispuestos a sentir dolor, a sufrir un desengaño. Ese es el verdadero compromiso que surge de la confianza. Si nuestra imagen del otro es realista, será más sencillo perdonar el error, tanto el propio como el ajeno. Generar una imagen realista del otro facilitará que, a pesar del desengaño, pueda construir otros vínculos con otras personas, darme la oportunidad de conocer otras realidades, de abrir las posibilidades y permitir una transformación en mis relaciones.
Perdonar al otro, en este contexto, es un acto necesario que permite la transformación sana de la relación; permite elegir cómo realizar la transición de una relación de confianza a otra que pretende subsanar el error y reparar dicha confianza. Si no perdonamos al otro tendremos que asumir que esa relación se acabó y habrá que elaborar el duelo que esa pérdida significativa supone para nosotros. Pero esa situación nos exige un esfuerzo más: el de perdonarnos a nosotros mismos. Muchas personas no pueden perdonar al otro porque no son capaces primero de perdonarse a sí mismos por el “error” cometido: confiar. El único modo de elegir realmente qué quiero hacer con el vínculo que se ha quebrado, al perder la confianza, es perdonarme y perdonarte. Una vez realizado este paso, podré elegir cómo quiero que se transforme la relación, tanto si no deseo continuarla, como si deseo reconstruirla. En ambos casos, no habrá rencor, sino recuerdos con un significado que permite avanzar.
Perdonar supone una oportunidad para crear algo nuevo con el otro, supone una oportunidad para seguir confiando en los demás, sin miedo a mostrarnos vulnerables, sin temer las pérdidas, sin exigir cómo deben ser las cosas de aquí en adelante.
La confianza es un pilar básico en toda relación, pero reclama de nosotros un compromiso: el de estar dispuestos a perder, a soltar. Así, podremos asumir que el otro no tiene porqué ser perfecto, construyendo una imagen realista y positiva de mis compañeros de ruta y permitiendo que haya flexibilidad en mis relaciones.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo.
Learn MoreAfrontar los Miedos con los Niños
Todas las personas sentimos miedo en ocasiones; unas más que otras, y eso, en los adultos, tiene que ver más con darse permiso a sentirlo que con una especial sensibilidad natural. Cuando hablamos de los miedos infantiles, las cosas van en una dirección parecida, pero el permiso nace, o se otorga, desde los “otros” significativos del niño o la niña: padres, tutores, etc…
La capacidad de afrontar los miedos tiene que ver con la forma en que aprendemos qué significa tener miedo. Porque a veces el temor a lo desconocido, a lo que no comprendemos, puede transformarse en una emoción de miedo más intensa si le trasladamos nuestras percepciones y temores al niño. Al fin y al cabo, el “pequeño constructor de su realidad” está aún aprendiendo las reglas del juego y la fuente de seguridad son sus referentes adultos.
El miedo es una emoción caracterizada por un sentimiento interpretado generalmente como desagradable, y que está provocado por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente o futuro. En esta definición es fácil encontrarse con que muchos miedos son absolutamente irracionales, que no se fundamentan en la lógica. Al mundo adulto le cuesta tolerar todo lo que no se mueve en esos parámetros, lo que provoca que la respuesta a los miedos infantiles sea, a veces, inadecuada.
Desde cualquier otro ámbito, todo el mundo comprende que los niños no pueden funcionar igual que los adultos, y que habitan durante mucho tiempo en un mundo en el que la magia, los sueños, la fantasía, son la pauta. Los miedos infantiles provocan en los adultos sentimientos de temor al no saber qué hacer exactamente.
Tener miedo es normal, pero cómo, cuándo y hasta dónde, se nos escapa, por lo que muchos adultos se empeñan en alterar los parámetros de comprensión de los niños y acelerar su maduración en cuanto a los miedos. Se les dice que ya “son mayores” para tener miedo a la oscuridad, o incluso se enfandan con ellos si su respueta de temor persiste. Se da por hecho que, si no va a comprender exactamente lo que ocurre con su temor “irracional”, sea cual sea éste, entonces no necesita una explicación, y lo que debe hacer es superarlo. Es decir, que, partiendo de nuestro propio miedo a que el niño no esté bien, exigimos a éste que supere sus propios miedos sin comprenderlos, sin recibir pautas específicas sobre qué hacer.
El que los niños no estén preparados para comprender cómo funcionan determinados ámbitos de la realidad adulta que les provocan miedo (como puede ser la oscuridad, las tormentas, u otros fenómenos de la naturaleza, por ejemplo), no significa que no necesiten una explicación sobre porqué ocurren. Y, más allá, los adultos necesitamos aprender a pensar también desde la perspectiva de los niños, y dar respuestas que resulten válidas para ellos, aunque desde el mundo adulto las podamos catalogar como “ilógicas”. ¿Por qué no resulta válido dar una explicación fantástica a un fenómeno natural a partir del cual los niños desarrollan algunos miedos? Los cuentos nos permiten utilizar la clase de lenguaje adecuado para ofrecer explicaciones válidas para los niños y, a partir de las cuales, instaurar otras herramientas con las que afrontar el miedo específico.
Existen algunos miedos que, necesariamente, todos los niños experimentan en algún que otro momento y que les sirven para ir madurando emocionalmente. Los llamados “miedos evolutivos” son reacciones normales, adaptativas, y forman parte del desarrollo normal del niño; asimismo, son transitorios y están relacionados con las etapas evolutivas, no interfiriendo en el funcionamiento cotidiano. Estos miedos forman parte del desarrollo habitual de los niños y niñas, y, en principio, no suponen un problema excesivamente grave. Hablamos, por ejemplo, del miedo a estímulos intensos (ruidos fuertes, dolores), el miedo a estímulos desconocidos (personas extrañas), el miedo a la ausencia de estímulos (oscuridad), o el miedo a estímulos potencialmente peligrosos para la especie humana (serpientes, animales, etc.).
Todos podemos recordar, con mayor o menor claridad, algunos de los miedos más habituales durante nuestra infancia; cuando nos costaba dormir solos, en medio de la oscuridad, quizás temiendo que un monstruo llegara para hacernos daño… O el fuerte ruido de un trueno durante una tormenta, o la separación de los padres que han decidido dejarnos con un cuidador de confianza mientras van a cenar fuera… ¿No necesita un niño una explicación de porqué siente miedo ante esos acontecimientos, en muchas ocasiones difíciles de explicar? Y está claro que una explicación científica de porqué los truenos y los rayos suceden le servirá de poco para afrontar dicho miedo, sobretodo en el caso de niños pequeños.
Los adultos podemos complicar las cosas si no atendemos la demanda del niño, pero también si la atendemos inadecuadamente. Una excesiva atención al asunto puede dar la impresión de que sí tiene de qué preocuparse, que su miedo es razonable. Además, el hecho de recibir muchas atenciones puede reforzar su comportamiento específico ante esta clase de estímulos y convertirlo en una estrategia para recibir atención y caricias. ¿Qué hacer para no convertirlo en un problema?
La primera clave a tener en cuenta consiste en valorar adecuadamente el miedo. ¿En qué consiste? Hacerlo desde un plano de comprensión del mundo infantil nos facilitará las cosas; no juzgar, no exigir, no criticar el miedo nos facilitará su comprensión. Hay que recordar que el niño está aprendiendo qué significa su miedo, y que necesita una explicación que le resulte válida a él tanto para comprenderlo como para afrontarlo después. Se trata, por tanto, de averiguar cuál es el miedo CON el niño, dejando que sea él mismo el que nos guíe en el significado que tiene para él dicho miedo.
En todo el proceso de comprensión, reconstrucción y afrontamiento del miedo, el verdadero protagonista es el niño, por lo que tenemos que dejar que forme parte activa del mismo. Uno de los errores más comunes es intentar dar una solución estereotipada, e intentar que el niño se la crea, la acepte porque sí, y que le sirva. Yo apuesto por observar esa realidad específica, el miedo, comprenderla ambos desde una perspectiva común, reconstruir el significado del miedo, a partir de elementos útiles (que pueden ser lógicos o ilógicos, reales o imaginarios) para el niño, y luego elaborar una estrategia de afrontamiento.
Una vez observado el miedo del niño, desde su perspectiva, y lo hayamos aceptado, el siguiente paso consiste en intentar reconstruir el significado del miedo para él. ¿Cuál es el método más adecuado? Evidentemente no creo que haya un método único, una fórmula mágica que ayude a todos por igual, pero sí que hay ciertos lenguajes que facilitan claramente algunos aprendizajes. Los cuentos nos permiten utilizar un lenguaje especial que conecta directamente con nuestra emociones más profundas, simplifica la realidad y la hace más comprensible.
Nuestra perspectiva debe centrarse en poder llegar con garantías al afrontamiento, pero como paso previo hay que encontrar una nueva explicación al fenómeno que produce miedo. ¿Por qué son tan ruidosos los truenos? ¿Por qué al quedarme a oscuras veo figuras en el techo? ¿Por qué? Esa es la pregunta que hay que responder, con una explicación que al niño le sirva para cambiar su actitud ante el fenómeno. El significado que tiene ahora para él, le genera una serie de emociones negativas que cristalizan en un claro bloqueo: está atenazado y pide ayuda a los adultos, a sus padres. Construir junto a él un nuevo significado que cambie esa emoción, puede ayudarnos a llegar al afrontamiento con garantías. Las emociones positivas, que pueden surgir a partir del nuevo significado que para el niño tenga el fenómeno que le producía miedo, abren su repertorio de conductas de afrontamiento y mejoran su actitud ante el mismo.
Para los adultos, responder a las preguntas anteriores relacionadas con los miedos, nos resulta tan difícil como dar una explicación al fenómeno extraño, y entrañable, que muchos niños (y adultos) repiten en la cama cuando sienten miedo de algo: esconderse debajo de la sábana. Es un auténtico misterio, un comportamiento que se repite en muchas personas de diferentes edades. Por tanto, dar una explicación que parte del mundo adulto, lógico, científico, no tiene porqué resultar más útil que una explicación mágica, como la que cabe en un cuento.
El miedo puede suponer una oportunidad para conectar con nuestra parte más creativa, más infantil, más auténtica… Una oportunidad para establecer una relación cualitativamente distinta, tanto con nosotros mismos como con el niño o la niña. Porque desde nuestra perspectiva adulta, si no nos damos permiso a nosotros mismos para ponernos auténticamente en el lugar dle pequeño, conseguiremos justo lo contrario que pretendemos, y el miedo se convertirá en un problema. Porque si pretendemos, desde la exigencia de que el miedo es malo y debemos rechazarlo, que el niño afronte sin comprender, sin entender qué significa para él dicho miedo, lograremos “contagiarle” nuestro propio afrontamiento, nuestra propia exigencia, y el niño se sentirá mal consigo mismo por sentir miedo, saliendo dañada su autoestima.
En ocasiones, trabajar nuestros propios miedos y preguntarnos qué significan para nosotros, puede ser una estrategia que nos acerque un poco más a la comprensión de los miedos infantiles. ¿Por qué me siento así con el miedo de mi hijo? ¿Por qué me enfado con él o ella si persiste su respuesta de miedo? ¿Qué significa para mi que tenga miedo? Si no somos capaces de respondernos a nosotros mismos, y nos empeñamos en que afronten y superen sin más sus miedos, conseguiremos, con suerte, que los bloqueen, pero seguramente tienda a reproducirse o a transformarse en otros miedos diferentes más adelante.
Si somos pacientes, escuchamos, aceptamos y compartimos los miedos de nuestros hijos, seguramente habremos conseguido dar ese primer paso necesario para que aprendan a afrontar adecuadamente las situaciones que les producen temor y les atenazan.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo
Learn More