Las Fronteras de la Empatía
Cualquier persona que dedica su tiempo a una relación de ayuda se ve a menudo expuesta a intensas experiencias de vinculación, a través de las cuales experimentan muchas emociones: las propias y las de los otros. Estas emociones, bien canalizadas, pueden ayudar a transformar positivamente a las personas que participan de ese vínculo.
Sin embargo, a veces sucede que el manejo de estas emociones intensas provoca el resultado opuesto, resultando dañinas tanto para quien solicita la ayuda como para quien pretende ayudar.
En una relación humana es muy difícil conectar con el otro y vincularse sin que se produzca una transferencia, es decir, sin que se experimenten emociones intensas, positivas o negativas, de un lado al otro de la relación. Para poder vincularse con otra persona, hemos de aprender a escuchar, a entender el punto de vista del otro, a saber ponernos en su lugar. Habitualmente denominamos a esto empatía. Pero, ¿qué es la empatía? La RAE la define como la “identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo del otro”.
En psicoterapia, la transferencia se produce cuando el paciente experimenta emociones intensas, positivas o negativas, hacia el terapeuta. La contratransferencia sucede cuando el terapeuta es quien experimenta emociones intensas, positivas o negativas, hacia el paciente.
Nuestra capacidad para ponernos en el lugar del otro, para entender su estado de ánimo, nos puede ayudar a establecer un vínculo significativo que pueda ser el origen de un canal de ayuda.
Sin embargo, en ocasiones, la empatía sobrepasa una frontera desde la cual deja de ser una herramienta constructiva para transformarse en un elemento muy dañino, puesto que nos lleva a experimentar las emociones de los otros como propias, el dolor ajeno como nuestro, el enfado de quien tengo delante en un ataque personal hacia mí. Cuando atravesamos esa línea, esa frontera, dejamos de empatizar y comenzamos otro proceso que llamamos simpatía.
La palabra simpatía proviene del griego y significa, literalmente, “sufrir juntos“. Dicho de otro modo, cuando estamos “simpatizando”, estamos experimentando el dolor del otro como nuestro. Es en ese momento cuando resulta más sencillo que los procesos de transferencia y contratransferencia se pongan en marcha ocasionando interferencias en el proceso de ayuda profesional. Muchos profesionales, por temor a que les suceda esto, por temor a perder la “objetividad”, evitan vincularse con sus pacientes, con sus clientes; sin embargo, al suprimir la empatía del proceso relacional, están evitando también la creación de una alianza terapéutica saludable.
Todos hemos sido partícipes, en alguna ocasión, de una relación en la que percibíamos del otro frialdad y distancia, y en la que esa persona nos “invitaba” con sus palabras a contarle lo que nos sucede: “cuéntame qué te ocurre, me interesa“, “quiero que te abras“… Esto puede suceder no únicamente en la consulta de un profesional de la psicología o la medicina, sino también en el despacho de un orientador escolar, un trabajador social, un enfermero o nuestro jefe. En esas situaciones, la invitación a “abrirnos”, a compartir con el otro, no solo nos resulta incómoda, sino que nos resulta difícil encontrar las palabras para expresar lo que deseamos. En el peor de los casos, sentimos que no se nos permite sentirnos como nos sentimos, que no podemos expresarnos y desde ahí decidimos no hacerlo. Se ha diluido la posibilidad de establecer una relación de ayuda sólida. Para terminar de complicar la situación, la persona que nos “ofrece” su ayuda (o sus servicios profesionales) no entiende porqué no queremos ser ayudados.
En mi experiencia profesional, tanto como psicólogo como supervisor de otros psicólogos, me encuentro en ocasiones con esta dinámica circular en la que el mal manejo de las propias emociones por parte del profesional que pretende ayudar, la gestión inadecuada de su capacidad para empatizar, origina conflictos en la relación terapéutica que tienen como resultado el abandono de la terapia.
La empatía es la capacidad para ponernos en el lugar del otro y comprender sus sentimientos (y los nuestros); en este sentido, muchas veces podemos vernos expuestos a identificarnos con lo que las personas nos cuentan, porque hemos pasado por situaciones similares, porque conocemos a alguien que pasa por lo mismo… Comprenderlo no implica sentirlo como el otro: la tristeza y el dolor de la persona que nos cuenta su situación ES SUYA. Esto supone que si al escuchar el relato sentimos tristeza y dolor, se trata de NUESTRAS EMOCIONES, y aunque se parezcan, NO SON LAS MISMAS. ¿Qué quiero decir con esto? Que es inevitable sentir emociones en una relación, aunque sea una relación de ayuda profesional, pero que hemos de discriminar bien las emociones que experimentamos para no llevarlas a la relación terapéutica y añadir “de nuestra cosecha” nuevas complicaciones.
Conocer nuestro mundo emocional es el primer paso para que las fronteras de la empatía no supongan un problema en una relación de ayuda. La “solución” de distanciarme emocionalmente de la persona que busca en mí ayuda, para “ganar objetividad” es una autoengaño imposible de mantener. En toda relación humana hay emociones en juego y la clave es siempre manejarlas adecuadamente, de forma que aprovechemos todo el potencial que contienen, tanto para nosotros como “ayudadores” como para quienes solicitan nuestra ayuda.
Tony Corredera.
Director de Crecimiento Positivo.
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